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jueves, 29 de julio de 2010

* RECUERDOS …

Como en cada verano, hoy me visita de manera inexorable un viejo conocido, que por asiduo y puntual, se ha convertido en el impertinente visitante que trastoca mis cada vez más escasas perspectivas.

Con solemnidad admito que hoy me pesan estos flamantes cincuenta y dos años. Y reparo en su inquietante presencia, cuando percibo que los recuerdos vividos, ocupan en mi espíritu el lugar donde habitaban los sueños y anhelos de antaño. Venimos a la vida con la inquietud de comernos el mundo, y es el propio mundo el que nos devora de manera inapelable y vertiginosa, porque desde que nacemos…ya hemos empezado a morir.

Empiezas a vivir para recordar, y cuanto más recuerdas, más rápidamente sucumben aquellos primeros sueños que alentaban tu vida. Caes en la cuenta que las efímeras glorias y los malos trances vividos, engruesan un abultado bagaje, que forma parte de lo mejor de ti mismo. Y es esa mejor parte, la que con humildad, hoy les traigo aquí.
Hoy les traigo mi pequeña historia de cómo llegué a amar a nuestro folclore. Es un relato intranscendente y sin valor etnográfico alguno. Si algo pudiera tener de beneficioso, es que algún lector se sorprenda reflejado en las circunstancias que rodearon los tiempos concernientes a lo narrado, y es ese, mi bienintencionado objetivo.

Como muchos de mi generación, llegué al folclore a través del amor a la tierra. Por su pasión al cultivo de flores del pensamiento, y por respeto a sus ancestros, mi querido padre decidió asentar nuestro domicilio familiar en la que fuera tierra de mis abuelos; allá en un lugar entre Santa Cruz y La Laguna, cuando éste no era más que un mar de trigales e higueras colmadas de canarios en pleno trinar, y donde la lluvia persistía incesante como un fragmento más del paisaje. Aún cuando nuestra vida laboral y escolar radicaba en Santa Cruz, mi padre tuvo la sabiduría de erigir una casita en medio de aquel trigal y allí encontró mi infancia y adolescencia todo cuanto precisaba. Sólo un trecho empedrado, llamado Camino de Las Mantecas, marcaba el final de aquel vaivén de ondulante viento sobre doradas espigas, para llevarte a un mundo más análogo al de nuestros días. Lejos de ahogarme en aquel aislamiento, mi ánimo infantil procuraba sobreponerse a la soledad y buscaba mil aventureras evasivas entre barrancos y retamas. Un pájaro, un lagarto… un nuevo nido en el zarzal, eran el más grande prodigio jamás descubierto y el más precioso tesoro a los ojos de aquel niño de antaño. Pero mi gran hallazgo se produjo en una de esas incursivas tardes, en las que inquieto por la presencia de una gruesa columna de humo en un firmamento ensombrecido, alcancé los límites de aquel mágico mundo, para encontrarme con la silueta de tres niños, que como yo, miraban asombrados aquel portentoso gigante de fuego y cenizas. Era el 2 de junio de 1964 y ardía por los cuatro costados la Iglesia de San Agustín de la Laguna. Cuarenta y seis años después recuerdo con claridad aquel olor a tea quemada y la hospitalaria acogida de mis nuevos amigos Tomás, Martín y Román. Desde aquella incendiaria tarde, ensordecida por multitud de campanarios tocando arrebato, surgió la más franca amistad sin condiciones a la que un hombre puede aspirar. Crecimos juntos entre boliches, trompos, cometas, tiraderas… y algún chichón que otro. Conforme alcanzábamos la primera adolescencia, aquellos juegos infantiles dieron paso a la más ferviente afición por la canaricultura; y pasábamos las tardes enteras fabricando jaulas de madera y alambre con las que alojar tan ingente cantidad de pájaros. Tan pronto llegaba del colegio, corría a la casa de mis amigos ilusionado por ver los progresos de la construcción del último jaulón. Era una casa solariega, de una sola planta, con corredizo cubierto y tejado a cuatro aguas, como tantas, que aún perduran en nuestro paisaje.

En la parte trasera se disponía una enorme cuadra atestada de reses, que era el modo de ganarse la vida de aquella familia. Cuando en tropel llegaba a aquella casa, la madre me salía al encuentro y haciéndome señas para no despertar a la abuela adormecida en el porche, me indicaba la trasera de la cuadra, donde siempre encontraba a mis amigos picando pasto para el ganado. Se trataba de una vieja máquina inglesa accionada por un manubrio con volante que incorporaba una infernal cuchilla, como bien aprendieron tiempo después los pobres dedos de mi amigo Martín. Allí desmenuzábamos la hierba para luego dársela al ganado. Nunca entendí a qué venía tanto desmigaje en la dieta de un animal que es capaz de tragarse una penca entera sin decir ni “mu”. Acabada la cotidiana tarea, instalábamos en aquel porche cubierto una improvisada carpintería, y allí, entre tertulias, claveteos y golpes de serrucho, pasábamos las tardes de aquella pubertad.

Pero una de aquellas tardes sucedió algo distinto. Del interior de la casa surgió la figura enjuta del padre portando un estuche de madera cuya forma adivinaba un laúd guardado en su interior. Parco en palabras, el padre de mis amigos era un hombre recio como pocos he visto. Las curtidas trazas de sus manos solo revelaban el trabajo, el sufrimiento y el sacrificio de la vida de nuestros campesinos. Extrayendo el adivinado laúd de su resguardo, aquellas mismas pétreas manos, cobraron la ligereza de un pájaro, para lanzar al aire las más hermosa melodía de mis recuerdos. Nunca olvidaré la expresión de sorpresa de mis amigos, desconocedores como yo, de aquel prodigio encerrado en una vida de duro esfuerzo. Concluida aquella inesperada mazurca de la gomera, aquellos atónitos chiquillos quedaron tocados para siempre por una enigmática pasión, de la que aún no encuentro racional explicación. Sin pensarlo dos veces, le apremiamos para que nos enseñase todo cuanto sabía, a lo que, con una sonrisa accedió. Fue la única vez que recuerdo ver sonreír a aquel nuestro inesperado maestro.

Otilia y Félix Morales, preparados para ir a San Benito 

Y allí empezó todo; tarde tras tarde, confundidas en una algarabía del canto de pájaros, improvisados espectadores de nuestros cotidianos ensayos, surgían las primeras notas de aquella inaudita parranda. Tomás en el Laúd de su padre, Román a la guitarra, Martín a la bandurria, y yo con un timple de cuatro cuerdas mal trasteadas, hecho con una vieja caja de puros D. Álvaro. Aquello debía sonar horrendo, pero a nosotros sólo nos paraba la llegada de la noche.

Recuerdo la oscuridad de la noche en el campo. No era como la oscuridad de ahora, en la que, pasado un cierto tiempo, logras vislumbrar algo por la luminosidad ambiental. Allí no había el más mínimo resquicio de luz. La vuelta a casa de los ensayos era toda una proeza llena de tropezones y caídas. Mi única guía era una perrita bardina llamada Renata, que hacía de lazarillo por aquellas veredas del diablo. Tras de sí, Renata acostumbraba a llevar una recua innumerable de cachorros a los que por hastío en su designación, llamábamos Nerón 1, Nerón 2, Nerón3… y si era hembrita: Renata 2, Renata 3…

Con aquella singular cuadrilla canina regresaba a casa todas las noches, canturreando viejas folias, y con dos piedras en las manos por si desde aquella oscuridad me asaltaba algún que otro perro, atraído por la algarabía de los míos.

Una noche, en la que se prolongó el ensayo más de lo habitual, mi padre con expresión preocupada, me esperaba en la puerta. Cuando le expliqué el motivo de mi tardanza, aquella preocupación se transformó en perplejidad y desaprobación, pues él era más proclive a la zarzuela que al folclore. En aquel entonces no había televisor, y el sitio de honor en la sala era ocupado por una imponente gramola Grundig , que aún conservo por veneración a aquel hombre. Era el objeto más preciado de la casa y su presencia irradiaba permanentemente romanzas de La Rosa del Azafrán, Molinos de Viento, Bohemios… Mis ansias de folclore se estrellaban frente a aquel impertérrito fanatismo por la lírica. Sin embargo, la ayuda vino de la manera más insospechada. Como todas las mañanas de domingo, en las que solía sentarme en la escalera del patio a practicar con mi desvencijado timple, no teniendo por más público que mi agradecida perrita Renata y su prole, arrancó mi madre a cantar una folia que guardo en lo más recóndito de mi ser. Aquella precisa y timbrada voz, y aquel singular estilo del Escobonal quedó impresa por siempre en mi sentir y en mi garganta. Desde entonces, cada vez que principio a cantar una folia, intento torpemente emular aquel prodigio de voz y sentimiento de mi madre. Me habló de los bailes de taifa de su pueblo natal, de las porfías en los cantares, del amor y desamor… alegrías y penas de las coplas, de los ritos y costumbres ancestrales, y abrió para mí la puerta a un mundo lleno inusitadas emociones en el que mi joven espíritu atinaba la plenitud.

Aquel maternal apoyo incondicional se vio colmado cuando un buen día, sin esperarlo, apareció mi madre con un portentoso timple de caja de caoba, manufactura del gran Albornoz. Mi asombro por la extraordinaria belleza de aquel instrumento sólo fue superado por el sonido que fluyó de él cuando pegué el primer rasgueo. Aquello era el puro tintineo de perlas de cristal mecidas al viento. ¡Cómo echo de menos aquel timple!. Lo perdí muchos años después en una alocada noche de tuna, en algún rincón olvidado de mi amada Venecia. Me consuela imaginarlo navegando en algún perdido canal, cual bergantín sonoro, luchando tras los embates de los vaporetos, para llegar a algunas manos que supieran apreciarlo. Y me reconforta caer en la cuenta que si existe un paraje donde extraviar algo apreciado en nuestras vidas, ese lugar es Venecia.

Provisto con mi nuevo timple y alentado por mi madre, reanudé los ensayos en la “Parranda de Renata”, constituyendo así, con aquel variopinto nombre, tan sorprendente grupo, en honor a nuestra incondicional espectadora perruna.

Pasaron los días y los meses, y aquello parecía sonar cada vez mejor, hasta el punto de aventurarnos a plantear la organización de alguna actuación.

Con el atrevimiento que da la joven inocencia, solicitamos a los vecinos nuestra participación en las fiestas del Barrio de Las Mantecas, a lo que accedieron tras escucharnos brevemente. Se cerró el trato con el pago de cinco duros, como mejor oferta por tan escueta demostración.

Corría el año 1975, y como si de una extraña conjunción estelar se tratase, volvía a oler el aire a incendio como en aquel primer infantil encuentro, diez años atrás. Ardían La Palma y Tenerife sin piedad ni tregua. Ajenos a toda aquella desgracia, bajaba “La Parranda de Renata”, con mascota al frente y cinco duros en el bolsillo, por aquel maltrecho Camino de Las Mantecas. Al llegar a la plaza de la ciudadela allí existente, me sorprendió el numeroso público congregado, y un nudo atenazó mi garganta, haciéndome dudar seriamente de nuestras posibilidades de éxito.

Para mayor turbación, actuaba primeramente un trío formado por guitarra, requinto y la inolvidable estampa de una muchacha cuya mirada alumbraba todo el verdor de la aguamarina. Su nombre, Luz Marina, parecía haberse revelado por sí solo, como si aquellos ojos verdes ya hubieran nacido con él, y no hubiese hecho falta más que anotarlo en el registro parroquial. Me fascinó aquella chiquilla, y más aún enamoró mi inocencia cuando empezó a cantar “Mi vieja farola”…

Tras una diatriba del clérigo mayordomo del santo, de la que apenas recuerdo gran cosa, pues nunca he sido muy devoto, nos tocó el turno de subir a aquella improvisada tarima. Empezamos con folias; que siempre es la mejor forma de empezar, pues el toro hay que agarrarlo por los cuernos; y tan pronto arranqué la primera frase desapareció aquel nudo atenazante que embargaba mi voz. Conforme avanzaba en el canto, las miradas de beneplácito de dos viejitas de la primera fila, y la sonrisa cómplice de Luz Marina, me dieron alas para crecerme… hasta recibir aquel primer aplauso espontáneo que me llenó de una paz interior como nunca había sentido. Mis compañeros de parranda me miraban eufóricos, escrutando con su mirada la impavidez de mi expresión. Quise explicarles lo que sentía, pero ni yo mismo sabía lo que había pasado.

Tiempo después caí en la cuenta que hasta entonces, habíamos cantado para nosotros mismos, procurando una ejecución puramente perfectible. Pero el aliento de aquel público, aquella inesperada comunión de emociones, mostraba el verdadero sentido del canto: la transmisión de motivaciones como expresión del sentir de la gente. Había descubierto, lo que en mi modesta opinión, es la esencia del folclore.

Tras el largo e inesperado aplauso de la folia, toco el turno a las malagueñas, donde se confirmó nuestra popular aceptación. Nos disponíamos a cerrar con una isa parrandera, cuando un sonoro altavoz irrumpió en el recinto. La melodía de Lili Marleen inundó el aire anunciando la llegada del camión de los Helados California. Aquello fue como si el incendio hubiera bajado del monte y amenazara la integridad de aquella plaza. Todos corrieron al camión de los helados…y nosotros también. Se había terminado la fiesta por acuerdo tácito y unánime de los allí congregados, y así había terminado una de las etapas más entrañables de mi vida.

De Tomás solo se que acabó de policía en Basauri; A Martín se lo llevó el mar una triste tarde; Román se convirtió en el mejor mecánico de motores ingleses de Tenerife y en un parrandero incombustible. Y Renata… una tarde decidió aventurarse por el campo de tiro del Cuartel de Ingenieros, en plenas prácticas. Guarda el extraño honor de ser el perro más acribillado de toda la historia de la dictadura. Pero eso sí; dejo una pródiga descendencia. El tortuoso Camino de las Mantecas se convirtió en una formidable calle atestada de edificios, en uno de los cuales tiene su sede el Grupo Folclórico Los Majuelos, al que tuve el honor de pertenecer años más tarde. De la calcinada Iglesia de San Agustín mejor no hablar…por vergüenza.

Todo parece esfumarse en el tiempo… y sin embargo, recuerdo con simpatía los ojos desorbitados de mi perrita Renata lamiendo con ansiedad aquel helado compartido, como si aquel precioso regalo fuese la recompensa a tantos años haciéndonos compañía. Como si su curioso nombre romano hubiese servido de mágico talismán en el triunfo de aquella tarde. Y recuerdo a mis amigos Tomás, Martín y Román …aquella entusiasta Parranda de Renata. Recuerdo la sonrisa de Luz Marina de aquel día, y recuerdo aquel primer aplauso generoso y benévolo. Son ecos agradecidos de mi memoria, presentes cada vez que me atrevo a cantar una folia, haciendo un humilde homenaje a todos los viejos cantadores de esta tierra, porque al cantarla reviven en ella todos mis recuerdos. Porque esos recuerdos son los que me enseñaron a vivir amando el folclore, como la mejor forma de amar la vida.

FÉLIX ROMÁN MORALES para ETNOGRAFÍA Y FOLCLORE.

5 comentarios:

  1. es cierto amigo Felix "el grande": nacemos y ya empezamos a morir, frase que tiene tanta fuera como "decir adiós es como morir un poquito". Pero me encanto el relato porque hay muchisimas maneras de llegar a nuestro folclore y a nuestras señas de identidad. La tuya, estila, el amor que sientes por lo nuestro.
    Un abrazo, amigo.

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  2. Ana Cristina Hernández Caballero29 de julio de 2010, 19:40

    Félix, me ha encantado tu relato. Puede que yo no cuente con tanta experiencia en años como tú, pero sí recuerdo esas cosas. Mi familia no era de grandes tocadores, cantadoras conocidas 3: mi abuela materna, mi bisabuela materna y mi abuela materna que fue de la que aprendí muchas cosas y sobre todo a apreciar todo esto del folklore, también porque lo hacía de una manera un poco escondida a ojos de mi padre que solía decir "mamá no le llenes de pájaros la cabeza", pero mí me gustaba y a pesar de haberlo retomado tarde, no me arrepiento; como dice el dicho: "más vale tarde que nunca" muchas gracias por estas palabras llenas de recuerdos que hacen que los que los leemos retrocedamos un buen par de años y vivir, de nuevo, épocas tan buenas, por las que debemos luchar y sacarlas a la luz.

    Un gran abrazo! Ana Cristina.

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  3. Amigo Felix, aunque ya te cantamos el cumpleaños feliz en la Verdellada, tengo que volver a felicitarte. El Folklore está necesitado de gente enamorada y entregada a él como tú.
    Un abrazo.
    Juan

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  4. Pero amigo Felix, que bello relato. Tienes el corazón grandote y la mente despejada...que no te pesen los años, que son muescas de la vida. Gracias por tan lindo relato. Un besito.

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  5. Compartir... una de mis palabras favoritas y un acto que me encanta poder disfrutar. Hoy ha tocado disfrutar de las vivencias que has tenido a bien compartir con todos tus lectores.
    No tengo que decirte que entiendo perfectamente tus sensaciones puesto que vivo el amor por nuestro folclore igual que tú, pero si te diré algo que desconoces, también sé de primera mano lo que sentiste al oír a tu madre cantar porque la mía lo hacía en casa y procede del mismo pueblo amigo mío. Ojalá la vida no nos aleje nunca de lo que tanto amamos. Seguiremos disfrutando...

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