Hace algunos años, mejor algunas décadas, con calzón corto, flaco como un tollo y mirada asustada, era la preocupación de mis padres. ¡Coño! Decía mi padre. “Come como un sabañón y no hay forma que trinque un kilo. De todo hizo mi padre para que ganara peso. Incluso, me metió en Educación y Descanso, en la calle de León y Castillo, para que entrenara con el decano club de luchas Adargoma. Muchas tardes hice allí los blandeos que despertaba mi apetito, pero sin el resultado que mi padre buscaba. La verdad que hasta el médico de familia, en sus visitas, me recetó “bitagarotene”, ampolla que, decía, era “mano de santo”… Pero ni con eso…
Por las inmediaciones de mi casa, había varias cabrerías… Camilo, era uno de ellos. Frecuentemente, yo lo visitaba y alguna manilla debía prestarle que siempre me jincaba una medida de leche, sacaba su escudilla, le ponía unas cucharadillas de gofio y salía de allí completito. A veces, Camilo, me gastaba sus bromas y cuando iba a ordeñar alguna de sus hermosas cabras, apuntaba con una de sus tetas a mi rostro y me echaba un chinguido que me daba en plena cara… ¡ese es el bautismo del cabrero!, solía decirme…
Todas las tardes, con algún ejemplar de buen ver y de ubres generosas, Camilo subía en su furgoneta a algunas de sus cabras y de casa en casa, vendía la leche… Camilo, le daba tiempo al tiempo y en cada medida empleaba toda su energía para que la espuma de la leche llenara la medida. Era el truquillo para acrecentar las ganancias…
Pero llegaron las prohibiciones y aquellos cabreros de barrio, fueron desapareciendo del paisaje de la época… También, las “jairas” de la azoteas y hasta las gallinas… Entonces, mi padre, se encaminaba con toda la familia al campo… La leche para aquel niño flaco que pasaba por la calle y casi no hacía sombra, no podía faltarle… Veníamos a Santa María de Guía. Al mismito corazón de la ciudad. Allí, tras pasar la majestuosa arteria central de Lomo de Guillén, flanqueada por espléndidos y frondosos laureles de Indias, entrábamos en un vivero-vaquería que estaba casi frente a donde hoy está situada la policía local… Había unos bancos de mampostería donde nos sentábamos esperando turno con la escudilla en la mano y el cacharro del gofio dispuesto… Llegado el momento nos jincabamos nuestra merienda y mi madre, en una lechera compraba leche para hacernos el paciente “arroz con leche” que sabía a gloria bendita…
El otro día, con Lydia, fui al lugar, (calle de Lomo Guillén) que hoy es una vía de mucho tránsito, que en su esquinita esta la vendedora habitual que ofrece los frutos del mar a cuantos por el lugar se acerca. Le comentaba que esa estampa de “antes” ya estaba totalmente desparecida… Le añadía que hace unos años alquilé en Las Lagunetas (San Mateo) una casita que estaba flanqueada por una vaquería y en la finca que lindaba con la casa estaba el dueño de las vacas, que siempre me decía: amigo periodista, si ustedes quieren algún calabacín o algunas papas para comer, ahí las tiene: pasa y las coge. Para llevar a Las Palmas no; para comer, las que necesite... Y muchas tardes, me pasé allí de charlas, viendo y aleguetiando de ganado del por qué las ordeñaba por la derecha, que si se herraban las vacas y de mil cosas más. Él trabajaba y yo me enriquecía de sus conocimientos… También le conté a Lydia y la llevé al lugar del único sitio que todavía queda en Gran Canaria: en La Villa de Agüimes, como una reliquia, una de ellas que había intentado grabar para televisión pero que siempre recibí la posición frontal de su dueño…
En ese lugar, se hacen sus tenderetillos, se vende queso, pan, dulces y te llevas puesto una buena merienda con leche de vaca…
Hoy, la añoranza de aquellos tiempos me ha llevado a comentarles estas estampas de ayer, pero que todavía viven en mi pensamiento, como si estuviera disfrutando el momento.
ALFREDO AYALA OJEDA
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