¡¡¡ ARRIBA EL TELÓN!!!
Muchos días y noches, acompañé a destacados cuidadores de gallos de pelea. Durante ese tiempo vi a pollitos que sólo ponerse de pie, con los ojos cerrados, empezar a mostrar su instinto de pelea… incluso hablé con un famoso boxeador teldense que combinaba sus combates de boxeo con el cuidado y el entreno de los gallos.
El gallo rasga el alba..., hiere la madrugada. Es como clarín del día anunciando que la vida es lucha. Pero lucha limpia y entre iguales. Porque el gallo es gladiador: desde el amanecer busca siempre al mejor entre sus rivales, y ante éste sobrevive o perece. Así le hizo la naturaleza. La gallardía de su perfil, su animado plumaje, su gesto retador, que incluso desafía al aire... hacen que la estampa del gallo sirva de modelo a ideales de valor, independencia y libertad.
El gallo de pelea es un valiente corazón que no rehúye su destino. Nadie podría obligar a pelear a un animal tan fiel a su instinto. La naturaleza sabrá por qué hizo al gallo tan luchador y temerario.
Parece ser que la variedad jerezana estuvo en el origen de las castas que habían de enriquecerse en manos de los casteadores canarios.
Tampoco debe olvidarse las grandes relaciones que desde siglos han mantenido los ingleses con las islas. Y en este caso, el interés de los gallos habría de verse muy estimulado por la influencia británica.
Con la ilusión de lograr campeones, de ver triunfar a los ejemplares que representen a su partido, los aficionados acuden cada diciembre a depositar a sus animales en la casa de gallos. Allí, no contarán ilusiones, esperanzas, ni cuidados recibidos: allí manda y vale solamente el coraje y el valor de cada gallo.
Todos aportan sus experiencias y los resultados de unos cruces, acertados a veces y equivocados otras; pero eso, cuando se ha hecho a conciencia, no desanima ni envanece al buen casteador: el siempre buscará al gallo campeón indiscutible, al mejor que pueda soñarse, al único. Y es seguro que eso siempre lo va a seguir intentando.
El casteador hará los intentos de cruces que crea oportuno. Incluso, algunas veces, apostará a la suerte, como echando los dados al azar... podrá acertar o no, pero siempre será la herencia materna la que determine a la postre si un gallo será o no ese imparable campeón que todo aficionado espera.
Casteadores, galleros, soltadores y aficionados coinciden en calificar el combate entre dos gallos, como deporte natural, organizado y reglamentado por el hombre...
Muy fuerte debió ser esta pasión, cuando sabemos que en 1.785, el Corregidor de Tenerife, encuadró las peleas de gallos entre los juegos prohibidos, aplicando la voluntad del civilizado y reformador monarca Carlos III. Pero no lo entendió así La Audiencia, que se declaró a favor de las riñas de gallos, aduciendo su carácter tradicional, su aceptación por parte de todas las clases sociales, y su convivencia. Se las consideró un entretenimiento dominguero, y se aconsejó celebrarlas después de La Santa Misa, en días festivos y con presencia del propio corregidor. En esta, como en otras muchas ocasiones, el observador no avisado se impresionaba con lo externo de las riñas, sin ahondar en el fondo, es decir, en la naturaleza misma del protagonista, el gallo, cuyo instinto irrefrenable le arrastra siempre al combate con sus congéneres, y en condiciones naturales mucho más duras que cuando lo hace tras haber sido seleccionado y preparado por el hombre.
Convencidos por larga experiencia de que el instinto del animal es su destino, los hombres que seleccionan, preparan y, finalmente, sueltan al gallo en el reñidero, emplean para ellos unos conocimientos, unos esfuerzos y uno medios materiales difíciles de valorar con palabras que les vengan justas. Es una observación y unos cuidados tan amorosos que pueden calificarse como sabiduría. El gallero no se improvisa, ni tampoco se forja en los libros. Un buen gallero es el resultado de un ambiente, de un calor donde se esté en auténtica convivencia con el animal, desde su nacimiento hasta el instante mismo en que ya pueda enfrentarse en la gallera. Para ello serán precisas larguísimas horas de atenciones, de entrenamiento, de paciencia para que todas las cualidades del emplumado gladiador se sincronicen y desarrollen sin un fallo, en un perfecto orden de victoria, llegando al límite de su poderío.
La ética, el orgullo del criador, el servir y no defraudar la confianza del partido que le encomendó sus esperanzas en un prometedor ejemplar...el cariño y entendimiento que se establece hacia el animal que se prepara, las expectativas de triunfo...todo ello otorgan un sello de seriedad y de palabra empeñada, de noble compromiso que se trasmite al espíritu mismo de la pelea, y a cuantos aficionados acuden a la gallera con la confiada ilusión de que su gallo es el mejor y, por ello, se alzará esta vez con la victoria.
El gallero hará lo posible, maravillas, para que el gallo a él confiado, luzca sus cualidades. Pero siempre contando con que el animal muestre casta, y ello dependerá de la sangre que el ejemplar haya recibido de su madre: la gallina le habrá trasmitido el factor determinante del valor y del coraje.
En la gallera, la vida del criador tiene mucho de monje entregado a una incesante obra de superación y de entrega. Estará pendiente a toda hora y en todo momento del animal que se le haya encomendado. Llegará incluso a dormir al pie del jaulón, vigilante incansable del estado del gallo al entrena.
Dentro de unas funciones comunes, desparasitar, atusar el plumaje, cuidar al mínimo detalle limpieza y alimentación... en medio de un implacable programa, donde todo está medido exactamente, cada criador introduce sus propios métodos de adiestramiento, su particular y singular tratamiento, adecuado también a cada gallo en concreto. Pues cada gallo tiene un personal temperamento y condiciones físicas, y el buen criador las sabe descubrir y estimular su desarrollo.
El preparador trabaja incansables de sol a sol. Nada pueden dejar al azar. Ahora las actitudes desafiantes del gallo, sus muestras de combatividad, su arrogancia creciente simbolizan ya las expectativas de triunfo, el orgullo del partido al que tan soberbio ejemplar va a representar. Pero el cuidador no cesará en su trabajo hasta el segundo mismo en que su ejemplar pise el reñidero, delante del digno rival y ante una afición que tiene depositada en él toda su confianza.
En los salones de la casa de gallos se disponen convenientemente los jaulones para evitar corrientes de aire. A los gallos se les trata como atletas de alta competición.
Durante tres domingos consecutivos, los gallos acudirán a la valla para que se observe su genio, su bravura... A la primera pechada acuden muchos criadores. Se sitúan en torno al linde de la valla para ver las condiciones de su gallo. Esta primera pechada puede resultar desalentadora. El gallero, para evitar lesiones, moja el pico de su ejemplar con saliva, impidiendo así que se agriete o descascarille.
Los gallos criados en el campo, sin apenas oír ruidos desconocidos, suelen extrañar el ambiente que se respira en la gallera. Pero ya a la segunda pechada esta más acostumbrado a cuanto le rodea. Y llega el gran momento de la selección, cuando las esperanzas pueden redoblarse o desmoronarse, cuando la desilusión escuece con el jarabe infalible de la verdad. Llegó el momento de la criba y devolver al gallinero los ejemplares no aptos para combatir.
En esta tercera y definitiva pechada, con protecciones en las espuelas, se les somete a una sesión de lucha en la que se decide que gallos se quedan y cuales se descartan. La búsqueda de los mejores se mantiene hasta las últimas consecuencias: desde que se elige al pollo hasta que, ya gladiador adiestrado y armado, se le suelta en la valla.
Más tarde, si el gallo está alterado, hay que relajarlo, para ello se disponen en unos revolcaderos en cuya tierra se pone abundante capa de estiércol, para que escarbe en busca de insectos… Nada pueden dejar al azar, los cuidadores.
Se les adiestra en la valla durante casi un mes. El gallero emplea toda su sabiduría en enseñarle al animal la esquiva, la manera de ofrecer menos blanco a su rival. El gallero quiere hacerle resistencia, fortalecer también su confianza. Le cuida y le mima, le curte y la hace flexible. Busca convertirlo en una maravilla de músculos, agilidad y coraje, armando con rigor su esgrima temible, de gladiador para la que ha nacido.
A la forma que tienen los gallos de luchar se la conoce en este ambiente por arte o juego. Y de la misma manera que sucede con boxeadores, luchadores o futbolistas, que no actúan todos por igual, sucede con los gallos. Así los hay "de salida" porque emplean una táctica huidiza, evitando con sus movimientos constantes de cabeza, los picotazos del contrario; "agachadizos", porque se aplastan debajo del rival para no ser heridos. "De pecho", peleadores y astutos que pican siempre en el buche del otro. "Derechos" que combaten con el cuello y la cabeza rectos; los "amarrados", que se meten de las alas del enemigo...
En Canarias, tradicionalmente, el gallo que gusta es el de los llamados de "arte". Pelean maravillosamente, moviendo la cabeza para no dejarse picar; baten fuerte, dando, de cuando en cuando, revuelos cortos para despistar al contrario. Su mirada es de fuego y su pico de águila. Es un gallo valiente y aguerrido hasta el final, esbelto y fino de pico, con mucha alzada y un peso entre tres con seis y cuatro libras.
Pero los alados gladiadores tienen una cita inaplazable y esa fecha está a punto de cumplirse. Atrás quedan adiestramiento, enseñanzas y pruebas. Llegó la hora de la verdad. Y como cada año, el primer domingo de febrero, cada uno de los siete gallos que saldrán a defender el orgullo del partido, es meticulosamente preparado.
Cada partido aporta siete gallos, “LOS SIETE MAGNÍFICOS”, llegan en el interior de oscuras bolsas hasta el Circo Gallera. Cada uno es soltado en su jaulón correspondiente. Ahora, de su comportamiento en el reñidero, dependerá el orgullo del partido, el reconocimiento al trabajo del preparador y el prestigio del criador, pero en todo ello el gallo apostará su propia vida a todo o nada. En los momentos previos al combate, el gallo luce su alta preparación. Camina acompasado, de puntillas, como si de un boxeador estilista se tratara. Mira desafiante a su alrededor, no le importa ser el centro de atención de los aficionados que acuden a la gallera. El presunto campeón está ya en el "templo de la verdad", donde se decide la noche o el día... Porque para un gallo inglés la valla es una línea que separa la vida de la muerte...él parece saberlo y aceptarlo con una altivez, un orgullo y una valentía sin límites.
Se les ha tenido sin probar bocado durante veinticuatro horas. Están irritados y se muestran muy poco sociables, se fajarían con su propia sombra.
Uno a uno se les va colocando las espuelas a los ejemplares que son de "pata rasa", o a aquellos que las tienen en malas condiciones. Las espuelas impide que la riña se prolongue innecesariamente, perdiendo así espectacularidad aunque, ganando en encarnizamiento. Las espuelas deciden de forma rápida y sin dudas quién es el ganador de la pelea.
El público muestra una gran animación. La gallera vibra con ese calor que solamente se produce al soco de lo auténtico, de lo verdaderamente tradicional y popular. Ningún aficionado ha querido perderse el inicio de la temporada. Es el momento de ver confirmadas sus esperanzas o reservas sobre este o aquel ejemplar...o descubrir el gallo revelación, al campeón indiscutible todo aficionado espera siempre y guarda en su deseo... Todos han venido a aplaudir al mejor y saborear la victoria del ejemplar que represente a su partido.
Va a dar comienzo la primera pelea. Los rostros del público que rodea la valla son ya como el espejo donde se reflejarán todos los pormenores, esperanzas y decepciones de las riñas. Se diría que también luchan los gallos dentro del corazón de cada aficionado.
Esta tensa concentración sólo se verá suavizada por alguna voz proponiendo una apuesta: "¡mil al colorao!", que se repite hasta que se acepta con un simple "¡va conmigo!". No es un juego de cantidades importantes, sino un rito fundamentado en el respeto y en la seriedad: una vez terminada la pelea, el perdedor se levanta de su asiento para abonar lo pactado. Aquí no hace falta notario que levante acta. La seriedad de la apuesta posee todo el valor de la palabra dada entre hombres cabales, de punto, de una sola palabra.
Ya el gallo late en las manos del saltador. Todas las miradas esperan del gallo que cumpla lo que parece; una forja vida, un perfecto acuerdo entre musculatura y nervios, entre elegancia y combatividad, entre coraje y pundonor.
El público espera que su ejemplar se alce con la victoria... Pero acaso el valiente gladiador emplumado vaya mucho más lejos, pues para él este combate lo significa todo. Allá va la suelta, y con ella el destino de animales nacidos, criados y preparados para ser, o César o nada.
ALFREDO AYALA OJEDA