Mi pandilla, la cual he citado en montón de artículos, éramos un grupo muy bien avenido, y siempre estábamos de "francachela". Entre estos tenderetes que solíamos llevar a cabo, solían resaltar los comistrajes y la anécdota que quiero exponer aquí nos ocurrió un día, en las Cuevas Canarias (para los historiadores conocido por el Cenobio de Valerón), donde íbamos con mucha frecuencia a jugar y hacer de las nuestras, como era cazar lagartos. Pero este día ni fuimos hacer perrerías ni a coger lagartos, sino que nos fuimos -simple y llanamente- de "picnic". Y como se podrá comprobar nos ocurrió una cosa muy simpática.
Para la ocasión llevamos huevos, chocolate, papas, leche y el consabido garrafón de vino abocado de quince litros, fiel compañero en nuestras andanzas (tales como cochafiscos de millo, castañas, etc). Ese día los que hicimos de cocineros fuimos José María Estévez, Federico Pérez y el que suscribe. Iniciamos el comistraje haciendo un buen chocolate, en un enorme caldero que llevamos, ya que éramos entre todos más de una veintena de amigos los reunidos, pero lo gracioso llegó cuando nos dispusimos a freír los huevos y las papas y nos dimos cuenta que no habíamos llevado una sartén, ¿y que hacer? nos preguntamos, no teníamos agua para fregar el caldero, con el fin de hacer allí la "fritanga".
Entonces -dadas las circunstancias- decidimos todos de manera unánime hacerlo en el único recipiente que teníamos, aunque estuviera pringado de los restos del chocolate y así los hicimos. Cuando el aceite empezó a hervir aquello parecía más un barrizal que otra cosa. Primero freímos las papas y, posteriormente, los huevos. Se podrán imaginar el aspecto que aquel batumerio tenía una vez servidos. En principio y dado el aspecto de aquella cosa, nos pusimos remolones, pero como nos apretaba el hambre, cerrando los ojos y haciendo de tripas corazón, le embestimos y acabamos con todo.
Muchos de mis amigos, entre los que me incluyo, estuvimos mucho tiempo sin comer papas y huevos fritos, ya que tardamos en olvidar la imagen de aquel potingue que no nos sentó mal pero que si que nos produjo un rechazo a tan suculento plato.
Ni que decir tiene que a partir de ahí nos hicimos más metódicos al planificar cualquier evento de estas características y hacíamos una lista sin olvidar en lo más mínimo cuanto teníamos que llevar para que todo saliera bien. ¿Se imaginan ingerir tal mezcla donde primaba el aceite pringada con los residuos del chocolate? Desde luego fue una epopeya que jamás he podido olvidar
JUAN DÁVILA GARCÍA
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